lunes, 22 de abril de 2013

Los Juegos de Finnick, Capítulo 1

Podía oler el pescado al vapor que mi madre hacía todas las mañanas para desayunar. Mi padre se había levantado hoy temprano para pescar algunos moluscos y peces sin mí. No se había molestado en llamarme esta vez, no en este día. Me hubiera gustado ir al mar, entretenerme pescando con él y oyendo sus historias, aquellas que habían llegado a los oídos de todo el Distrito 4 e, incluso, hasta oídos de algunos habitantes del Capitolio.

En la sala que tenemos como comedor, estaban ya sentados mis padres, en una mesa de madera vieja y oscura repleta de alimentos. Había una bandeja de plata, llena del pan característico de nuestro distrito, con forma de pez y de un color verde por las algas con las que está hecho. Las ostras frescas que había traído estaban abiertas, mostrando su carne anaranjada y exquisita. Pero lo que más abundaba era el pescado, distintos tipos de peces acompañados con limón o con nuestras plantas marinas: besugo, mero, algo de atún…

-Deberías comer algo-. Mi padre me señalaba uno de los platos.

Observé en silencio las sillas, del mismo material que la mesa. Siempre somos cuatro a la hora de desayunar, pero hoy una de ellas sobraba.

-¿Dónde está Annie?-.

-Annie no va a venir hoy. Come Finnick-. Me contestó mamá.

 Hice caso a mi madre y me senté silenciosamente y sin dejar de mirar la silla que tendría que estar ocupada por Annie. No sé porqué me sentía algo decepcionado, supongo que porque me había hecho la ilusión de verla al menos por la mañana, antes de que empezase todo. Por supuesto que Annie no ha venido, me lo dijo sin palabras cuando me despedí ayer de ella, cuando le pregunté si iba a ayudar a mi madre con los preparativos y no contestó.

Desde hace dos años, cuando nuestros nombres entraron por primera vez en las urnas, Annie ha estado evitando cualquier relación antes de la Cosecha. No le gusta la existencia de Los Juegos y tampoco el exceso de Agentes de la Paz que se pasean por nuestras calles y se alimentan de nuestros productos sin pagar apenas nada. Es lo que sucedía cuando eras uno de los Distritos más ricos de Panem.

Y, por supuesto, odia a los Profesionales. No entiende como puede haber gente que se entrena desde pequeños para tener más ventaja sobre los otros Tributos de los demás Distritos. Pero nuestro Distrito era así, al igual que el Distrito 1 y 2, lleno de Profesionales y con solo una meta en su vida: presentarse como voluntarios en Los Juegos y ganarlos. Hay que decir que, el entrenarse antes de los Juegos, es ilegal, pero pueden permitírselo gracias a su riqueza y por tener una gran relación con El Capitolio. Los Profesionales se hacen más fuertes y ágiles que los demás, adquiriendo una enorme ventaja con respecto a los Distritos más pobres. Por eso, la mayoría de los vencedores han sido Profesionales.

Mi único entrenamiento ha sido el trabajo que tenía que hacer cuando mi padre me llevaba con él a trabajar. Él me ha enseñando gran multitud de nudos y a cómo usar correctamente las redes para que ningún pez salga una vez que entre. Era bastante rápido nadando, tenía que hacerlo siempre para llevar la red lo más lejos de la orilla que podía o cuando Annie y yo nos quedábamos en el agua por las tardes.

A pesar de todo, me hubiera gustado verla. Siempre había un riesgo de salir elegido si tu nombre estaba en la urna. En mi caso, solo se repite en dos ocasiones, ya que nunca hemos tenido la necesidad de pedir ninguna Tesela, pero el riesgo estaba ahí, siempre presente, incluso cuando tu nombre entra por primera vez y sales elegido, hechos que ya han ocurrido anteriormente.

Pero me preocupaba Annie. Si ella salía, había una gran posibilidad de que no volviera jamás. Nunca ha tenido la necesidad de entrenarse y sabe nadar gracias a mí. Lo más cerca que está su familia del agua del mar, es cuando les llevo los peces recién capturados por la mañana. ¿Qué podría hacer entonces, una chica que no ha cogido en su vida ni siquiera, una lanza? Solo una cosa: morir.

Apenas toco la comida que había preparado mi madre desde muy por la mañana. Anoche lucía entusiasmada por tener que preparar todo esto, pero hoy, su rostro estaba diferente, donde su emoción y felicidad se había quedado arrinconadas en los más profundo de su mente y habían salido a la superficie los temores y las preocupaciones. No la culpo, un día como estos te convierte en otra persona en poco tiempo, porque es lo que estaba pasando, no la reconocía, parecía una persona diferente, callada y mirando al vacío.

Pasó un tiempo desde el desayuno, cuando empezaron a llegar a casa vecinos que entraban para desearme suerte. Lo único que hacía era sonreír a esas caras que había visto desde que soy pequeño. Me había criado entre ellos. Algunos eran compañeros de mi padre, pescadores sin hijos que solo vivían de vender sus productos al Capitolio. Nunca habían querido casarse, no querían que sus hijos acabasen como los Profesionales, a los que ellos llamaban “pirados” por meterse en ese baño de sangre.

Mi madre me apartó en uno de esos momentos en los que estaba saludando a Dallas, el dueño de la pescadería -siempre acudía a mi padre para conseguir el pescado más fresco del Distrito, por el que también recibíamos una buena recompensa- y me llevó a una habitación aparte para prepararme. Comprendía sus sentimientos, iba a poner a su hijo al cargo de una persona del Capitolio que podría poner mi nombre entre los Tributos de este año.

Agarró dentro del armario una de las camisas preferidas de papá, una camisa blanca con mangas largas y un bordado azul con subidas y bajadas rodeando la cintura, simulando las olas de nuestro mar. Era su preferida porque mi madre se la había hecho con cariño, justo después de que se casaran.

-Así sabrán a donde perteneces-. Dijo mamá, mientras me ayudaba a meter la camisa por debajo de los pantalones.

De vez en cuando miraba por la ventana. Otra de las cosas que me enseñó un día mi padre,  mientras estábamos debajo de un sol martilleante, navegando en una de nuestras pequeñas barcas, es el utilizar la posición del sol para orientarme y saber la hora que era. El momento estaba cada vez más cerca.

 Desde una de las aberturas del cristal, entraba una brisa agradable y, con ella, el olor del Distrito 4, el del mar y algas secas, llenado la habitación de esa fragancia. No me había dado cuenta de que había empezado a abrir y cerrar las manos. Estaba empezando a ponerme nervioso. Mi madre se percató de ello y me abrazó, sin esperármelo.

-Finn, cariño, todo irá bien. Pasará rápido-. Ella se quedó allí unos minutos. Conocía muy bien a mi madre como para saber que estaba intentando esconder las lágrimas y romper el nudo en su garganta. Se irguió cuando lo logró y me miró fijamente a los ojos, del mismo color de los míos. –Annie y tú regresaréis a casa-. Y me besó en la frente.

Mi madre me dejó solo cuando estuvo segura de que estaba presentable para la Cosecha. Poco después, alguien llamó a la puerta con tres golpes. Esperó un poco y, al ver que no contestaba, entró. Mi padre se había cambiado rápidamente después de que todas las visitas se hubieran ido. Si mi color de ojos lo había sacado de mi madre, este pelo y color era de mi padre.

-Es la hora hijo-. Me anunció y cerró deprisa.

 Desde la ventana podía ver como la gente empezaba a salir de sus casas y a caminar hasta llegar a la Plaza del Marine. Allí se instalaba el escenario de todos los años desde hace sesenta y cinco, justo delante del Edificio de Justicia y por donde había cientos de Agentes de la Paz de más, paseando, rodeando la plaza y vigilándonos.

Miro el espejo de la pared, donde veo a un chico idéntico a mí, con mi mismo pelo y mi misma ropa de la Cosecha. Su cara se semejaba a la de mi madre, con pequeños signos de preocupación. Suspiré y salí de la habitación. Mis padres ya estaban fuera, esperándome bajo los rayos del sol que incidían sobre ellos. El pelo de mi padre se veía aún más cobrizo y los ojos de mi madre brillaban, a causa de las lágrimas que seguía conteniendo.

Las calles se habían convertido en filas humanas y había más gente a medida que nos acercábamos hasta la Plaza. Los Agentes de la Paz no ayudaban mucho en ordenar el alboroto, lo único que hacían era empujar y caminar a contracorriente, ir hacia las casas que habíamos dejado atrás. Ellos se encargaban de revisar todas las casas y asegurarse de que ningún chico ni chica de entre los doce y los dieciocho años se quedaba atrás.

Cuando llegué, ya estaba casi todo el Distrito reunido allí. Mis padres fueron interceptados por un Agente de la Paz cuando quisieron entrar en la zona que estaba reservada únicamente a los Tributos.

-Los familiares no pueden entrar-. Les había dicho aquel hombre alto y rubio, con una voz grave.

-Escúchame. Imagina que estas en el mar, rodeado de peces, muchos peces, donde nadie puede llegar a ti, donde estás a salvo de cualquier cosa-. Mi padre había puesto sus manos sobre mis hombros.

-El mismo lugar donde acabó el hombre después de naufragar por una gran tormenta-. Recordé esa historia que me había contado mi padre muchas veces antes de dormir, la de un hombre que se tiró a la mar porque estaba seguro de que había sobrevivido más tierra verde, en algún lugar, después de la gran ola que lo sumergió todo. No llegó muy lejos cuando fue sorprendido por una gran tormenta, que lanzaba rayos contra el agua y creaba olas gigantes.

-Exacto-. El sonrió, pero estaba triste.

-Se acabó la charla. Deben alejarse de aquí-. Ordenó el Agente de la Paz, jugando con su arma.

Mis padres me echaron una última mirada antes de apartarse. Los seguí con la mirada, para perderlos después de que se metieran entre la multitud, que aún iban hacia arriba y hacia abajo, intentando buscar el lugar perfecto para ser testigo de la Cosecha. El Agente de la Paz seguía en su sitio, impaciente por el movimiento de sus dedos sobre su arma.

Caminé rápidamente, no quería irritar más a ese Agente de la Paz, y me topé con otro que me llevó hasta mi sitio, en una de las filas de en medio de la zona de los chicos, junto a otros de mi misma edad. Si miraba para atrás, podía ver a un par de profesionales. Esto los entusiasmaba, era su día preferido del año y allí estaban, preparados para presentarse como voluntarios.

Después de unos minutos más de espera y de colocación de los Tributos, todo el mundo se calló. Se podía oír el ondear de las banderas del Capitolio, por el creciente aire del Norte, y a algunos pájaros cantando a lo lejos, fuera de la alambrada, que volaban sin callarse y aterrizaban en los canalones de las casas y las tiendas.

Luego, la puerta del Edificio de la Justicia se abrió y dio paso a todos los vencedores de nuestro Distrito, la mayoría de ellos, Profesionales. Se sentaron en las sillas que habían puesto encima del escenario. Allí también había instaladas dos urnas, una con los nombres de las chicas, y otra, con los nombres de los chicos.

Detrás de todas aquellas personas, salió un hombre que bien podrías decir que era habitante del Capitolio. Llevaba una americana púrpura brillante y chillona con unos pantalones color hierba que no pegaban mucho. Sus zapatos dorados relucían por toda la plaza, llegando incluso a resplandecer en algunos de los cristales de las casas más cercanas. Su pelo lo llevaba justo por debajo de la mandíbula y de un sinfín de colores. Se acercó al micrófono para decir las palabras que ya todos sabíamos:

-La Cosecha de los Sexagésimos Quintos Juegos del Hambre va a comenzar.

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